ARTÍCULO: Víctima: la etiqueta maravillosa que te reduce a un saco de lágrimas andante

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Ah, la palabra “víctima”, ese término mágico que consigue en un abrir y cerrar de ojos transformar a alguien que ha sobrevivido a una experiencia horrible en una especie de planta marchita, abandonada en una esquina. Porque, claro, si algo queda claro es que las personas que han pasado por una violación, una agresión sexual o cualquier otro trauma brutal están destinadas a ser etiquetadas con este precioso cartel de “víctima” para el resto de sus vidas. Qué conveniente, ¿verdad? Ya no tendrán que preocuparse por ser algo más. ¡Qué alivio!

Imaginemos un par de casos, para entrar en calor. El de Ana Orantes, por ejemplo, que fue asesinada en 1997 después de que su testimonio en televisión sobre años de maltrato y violencia de su marido no le sirviera de protección. ¿Víctima? Claro, le pegaron y la asesinaron a quemarropa. Pero, oye, qué bonito es el término, ¿no? La reduce a una figura pasiva, sin ninguna posibilidad de escapar de ese rol. Porque, al parecer, sobrevivir años de golpes y tortura no te convierte en otra cosa que una «víctima», destinada a recibir palmaditas en la espalda y frases como: “Qué pena, pobrecita”.

Y qué decir del caso de La Manada. Cinco hombres, en grupo, en una fiesta. La chica que fue violada en los Sanfermines de 2016. Ahí está, la “víctima” perfecta. Nada como ver a los medios frotándose las manos, alimentando la narrativa de la chica indefensa, sin más papel en la historia que el de la pobre que lloró en silencio mientras una panda de energúmenos le arruinaba la vida. Porque claro, una vez te cuelgan el cartelito de “víctima”, no hay marcha atrás. Ya no eres una persona con agencia, con capacidad de lucha. No, ahora tu único papel es ser la cara del sufrimiento y, por supuesto, esperar que la sociedad decida, con su infinita bondad, cuánto le importas y si le da por solidarizarse o por culparte a ti, porque, al parecer, salir de fiesta en una noche calurosa de julio y confiar en la humanidad es motivo de sospecha.

La joya del sistema judicial: eres “víctima” porque ellos lo dicen

Lo mejor de todo es que esta palabra no es inocente, claro que no. Su peso viene directamente de los tribunales, ese lugar tan acogedor y sensible donde te someten a un interrogatorio exhaustivo para asegurarse de que eres una víctima “de verdad”, porque, ya sabes, no todas las violaciones cuentan si no encajas bien en el estereotipo de la mujer llorosa, frágil y deshecha. Para el sistema legal, la figura de la víctima es necesaria, no por una cuestión de justicia o reparación, sino para que puedan encajar a las personas en un esquema facilito de entender: el malo (el violador, en el caso de que los jueces no hayan decidido que es simplemente un hombre confundido) y la buena, que, pobrecita, no tiene más opción que ser la “víctima” ideal.

Y es que, en España, el término “víctima” está judicializado. No solo implica haber sufrido violencia o una agresión, sino que es el sistema judicial quien decide cuándo lo eres y cuándo no. Si quieres que el Estado te reconozca como “víctima”, tienes que seguir un protocolo que muchas veces es casi tan largo y doloroso como el trauma original. Tomemos, por ejemplo, el caso de las víctimas del terrorismo. Para que alguien sea reconocida oficialmente como tal, tiene que cumplir con ciertos requisitos y pasar por una serie de trámites administrativos: informes policiales, médicos y judiciales, todo documentado, por supuesto, porque sin papelitos, no existes. ¿Has perdido a un ser querido en un atentado? Qué pena, pero si no has entregado los papeles en el plazo establecido, ni sueñes con que te reconozcan como “víctima”. Porque, claro, el dolor no basta; necesitas el sello de aprobación de las instituciones.

Esto mismo sucede con las personas que han sufrido violencia sexual o de género. A veces no basta con que hayas pasado por el trauma de la agresión. No, tienes que denunciarlo, explicarlo con pelos y señales, someterte al juicio de los tribunales para que te concedan el honor de ser llamada “víctima”. ¿No denunciaste? ¿O la denuncia no llegó a buen puerto? Entonces lo siento, pero oficialmente, no eres nadie. Así que, ya sabes, no es que seas una persona con una experiencia traumática, es que eres una “víctima” si, y solo si, la maquinaria judicial así lo decide.

Un ejemplo perfecto: Rocío Wanninkhof, asesinada en 1999, y su madre, Alicia Hornos, convertida en otra «víctima» judicial, no solo del asesinato de su hija, sino de una justicia que prefirió fabricar una culpable —Dolores Vázquez, claro— porque, aparentemente, nadie en el sistema entendió que podía haber algo más allá de este jueguecito de víctimas y verdugos. ¿Que la investigación fue un desastre? Seguro, pero lo importante era que teníamos una “víctima” para enseñar en el telediario.

Pero es que, además, la palabra “víctima” es perfecta para alimentar ese circo. Nadie quiere una superviviente en una sala de juicios. ¿Te imaginas a alguien diciendo: “Sobreviví, pero no me quedo en el dolor, he reconstruido mi vida”? Uff, qué incómodo, eso no encaja con el show judicial. Necesitan a alguien con la mirada baja, a alguien que le haga sentir al jurado que ellos son los héroes. Porque ¿qué otra razón tiene esa gente para seguir con su martillo golpeando la mesa, si no es para reafirmar que la “víctima” es alguien que necesita ser salvada? Es más, el término «superviviente» sería un completo horror para los jueces: “¿Cómo? ¿Tú vas a seguir adelante sin mi intervención divina? ¡Intolerable!”.

El estigma: ponerte la etiqueta y olvidarte de vivir

Lo más bello del término “víctima” es su capacidad para tatuarse en la piel de las personas como un estigma que nunca desaparece. Eres víctima y punto. Mira lo que pasó con la pobre Nevenka Fernández, que denunció en 2001 a su jefe, el alcalde de Ponferrada, por acoso sexual. Se plantó ante todo un sistema machista y retrógrado y ganó su caso. ¿Superviviente? No, qué va. “Víctima” para siempre. Porque eso es lo que importa, ¿no? Que se quede atrapada en el papel de la mujer que sufrió y no en el de la persona valiente que tuvo la fortaleza de enfrentarse a todo un sistema corrupto. De ella nos acordamos como “la chica a la que acosaron”, no como la luchadora que hizo historia en la justicia española. Porque, claro, eso sería reconocer que las personas tienen agencia y pueden enfrentarse al abuso sin quedar condenadas a la pasividad eterna.

Y ojo, que la palabra viene con todo un pack de regalitos. Si eres “víctima”, la sociedad te da un manual de instrucciones sobre cómo comportarte. No puedes ser fuerte, no puedes enfadarte, no puedes tener resiliencia, porque entonces, ¡sorpresa!, dejas de ser una víctima y te conviertes en alguien que les incomoda. Y no podemos tener eso, ¿verdad? No, no. Si sales adelante y decides que no vas a quedarte en la miseria, automáticamente el mundo se pregunta: “¿De verdad fue tan grave lo que te pasó? Porque no pareces tan mal”. La maldita narrativa exige que sigas siendo débil para que te tomen en serio.

Supervivientes: personas que molestan, porque no se quedan calladitas

Ahora, imagina lo que pasaría si en lugar de llamar a estas personas “víctimas” las llamamos supervivientes. ¡Uf, qué lío! ¿Cómo vamos a manejarnos si de repente reconocemos que esas personas tienen fuerza, que no son simples flores aplastadas por el sistema? Llamarles “supervivientes” implica que han luchado, que han encontrado maneras de seguir adelante, y eso desmonta toda la narrativa paternalista en la que se basa esta sociedad.

El término “superviviente” no solo es más justo, sino más cercano a la realidad. Mira a Elizabeth Smart, secuestrada y violada durante nueve meses. ¿Víctima? Según los medios, claro. Pero Smart no aceptó quedarse en el rol de víctima dócil. Se convirtió en activista, en escritora, en alguien que tomó las riendas de su propia historia. A la sociedad le incomoda porque no quiere verse reflejada en la posibilidad de que, quizás, no necesitamos más “víctimas”, sino personas que rehacen sus vidas y desafían el relato cómodo que les hemos impuesto.

Otro caso es el de Jaycee Lee Dugard, secuestrada durante 18 años, violada repetidamente y forzada a tener hijos con su captor. ¿Víctima? Si te fijas en los titulares de la época, por supuesto. Sin embargo, después de su rescate, Jaycee no solo volvió a vivir su vida, sino que escribió un libro y se negó a ser etiquetada como «víctima». Ella es la definición viva de superviviente, alguien que enfrentó lo impensable y salió del otro lado. Y ahí está el problema para la sociedad: no sabe cómo lidiar con la gente que se levanta, que no se queda en el fango del trauma esperando a ser rescatada.

¿Qué términos deberíamos usar en lugar de “víctima”?

Aquí es donde deberíamos ser más imaginativos, ¿no? A ver, si nos cargamos de una vez la palabra “víctima”, ¿qué podemos utilizar que no suene a estigma, a debilidad impuesta? Bueno, empecemos con lo obvio: superviviente. No es perfecto, pero es mucho mejor. Llamar “superviviente” a una persona que ha pasado por una experiencia traumática reconoce algo muy importante: que esa persona ha atravesado el horror y sigue aquí, viva, luchando, reconstruyendo. No la reduce a su trauma, sino que la reconoce como alguien con fuerza, que tiene la capacidad de rehacer su vida. Al usar “superviviente”, dejamos claro que no es la violencia lo que define a la persona, sino su capacidad de resistirla y seguir adelante.

Otro término que se podría usar es persona afectada por violencia. Es más neutral, más técnico si quieres, pero al menos no lleva esa carga de vulnerabilidad absoluta que lleva “víctima”. Reconoce que sí, la violencia ha tenido un impacto, pero no es lo único que define a esa persona.

También podríamos usar algo como persona resiliente, porque ¿qué es la resiliencia si no la capacidad de levantarse una y otra vez? Reconoce la lucha sin encasillar a la persona en una posición de fragilidad. Aunque, claro, “resiliente” suena a que hay que ser fuerte todo el tiempo y no es eso lo que buscamos. La clave está en encontrar términos que dejen espacio a la complejidad, a la lucha, a la fragilidad y a la fortaleza en igual medida.

Finalmente, podríamos decir simplemente personas. Porque, al fin y al cabo, no somos nuestras experiencias de violencia. Somos muchísimo más que eso. Si empezáramos por ahí, quizás dejaríamos de ver a las personas que han pasado por estos horrores como seres rotos, y comenzaríamos a verlas como lo que realmente son: complejas, valientes, y jodidamente humanas.

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