ARTÍCULO: El mito del conflicto cero: repensando el ‘espacio seguro’

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Ah, el famoso “espacio seguro”. Un concepto que parece brillar como una promesa de calma, refugio y armonía. Un lugar donde todes podemos ser nosotres mismes sin miedo. Un sitio en el que las identidades diversas, las experiencias dolorosas y las diferencias personales son respetadas sin fisuras. Sobre el papel, suena perfecto, casi como un sueño: ¿quién no querría un rincón en el que sentirse libre de violencia, agresiones o discriminaciones? Sin embargo, cuando rascamos la superficie, este concepto tiene más matices, sombras y contradicciones de las que suelen aparecer en los hashtags. Porque, claro, lo que parece un refugio ideal puede convertirse en una trampa, no solo para quienes intentan habitarlo, sino también para las propias ideas de justicia social que debería defender.

La exclusión disfrazada de protección

Una de las primeras preguntas que surgen al hablar del concepto de «espacio seguro» es quién se queda fuera. Porque, por más inclusivo que quiera parecer, el simple acto de definir qué es seguro y qué no lo es implica, inevitablemente, exclusión. ¿Segurx para quién? ¿Quién marca los límites de lo que es aceptable y lo que no? En la teoría, el «espacio seguro» es inclusivo, pero en la práctica suele terminar siendo un espacio donde solo ciertas experiencias o identidades tienen cabida. Aquelles que no encajan perfectamente en esa narrativa de seguridad quedan, más o menos sutilmente, al margen.

Esto se relaciona directamente con una realidad incómoda: la neutralidad no existe. Por más que se intente, es imposible crear un espacio completamente neutral, ya que toda definición de lo que es seguro implica adoptar una postura, un criterio, una visión del mundo que prioriza a unes sobre otres. No existe un estándar universal de seguridad que funcione para todo el mundo, porque las vivencias y las sensibilidades no son las mismas para todes. Lo que una persona puede sentir como un entorno de protección, para otra puede resultar excluyente o incómodo. Y, sin embargo, esta exclusión queda a menudo invisibilizada bajo la promesa de «proteger» a quienes encajan en los parámetros establecidos.

Seguridad y control: una frontera borrosa

Uno de los grandes problemas del concepto de “espacio seguro” es que con demasiada frecuencia se confunde seguridad con control. Bajo la idea de crear un espacio libre de violencia o incomodidad, a menudo se terminan imponiendo reglas rígidas y arbitrarias que buscan controlar todo aspecto de la interacción social en esos espacios. La intención, claro, es buena: se trata de evitar cualquier posible daño o agresión. Pero en la práctica, se convierte en una especie de microgestión constante, donde se vigilan las palabras, los gestos y hasta los pensamientos para asegurar que nadie cruce los límites establecidos.

Este tipo de control no solo genera un ambiente sofocante, sino que acaba por limitar la espontaneidad, el debate y, en última instancia, el crecimiento personal y colectivo. Al buscar eliminar cualquier posibilidad de conflicto o malestar, se opta por imponer un control férreo sobre el comportamiento, asumiendo que la seguridad solo es posible cuando todo está bajo vigilancia. Lo que comenzó como un esfuerzo por proteger a las personas vulnerables termina siendo un sistema de control donde el miedo a equivocarse o decir algo “incorrecto” paraliza la interacción humana.

La idealización del conflicto cero

Otro problema importante con el concepto de «espacio seguro» es la idealización de un entorno sin conflictos. En teoría, se nos vende la idea de que un espacio seguro es un lugar donde nunca hay confrontación, donde el ambiente es siempre suave, respetuoso y sin tensiones. Como si la paz constante fuera el mayor valor a alcanzar. Pero, ¿es esto deseable? Y más aún, ¿es realista? La respuesta a ambas preguntas es no.

La clave aquí no es evitar el conflicto a toda costa, sino aprender a manejar el conflicto de manera constructiva. El problema no es la fricción, sino cómo se gestiona. Los conflictos son inevitables cuando juntamos a personas con experiencias, ideas y emociones diferentes. Y no solo son inevitables, sino que pueden ser necesarios para el cambio social y la justicia. Sin conflicto, no hay confrontación de ideas; sin confrontación, no hay cuestionamiento del status quo. En última instancia, los cambios profundos nacen de la incomodidad, del choque, del intercambio de perspectivas que no siempre son fáciles de digerir.

El concepto de espacio seguro, tal como se plantea a menudo, nos empuja a evitar cualquier situación incómoda, como si la seguridad fuera sinónimo de evitar toda fricción. Pero esto, lejos de ser positivo, puede acabar asfixiando la diversidad de opiniones y paralizando el debate. La seguridad no debería significar homogeneidad, y la diversidad de experiencias y perspectivas no siempre puede convivir en completa armonía sin generar tensiones. El verdadero reto es cómo aprendemos a gestionar esas tensiones sin caer en la exclusión ni en el punitivismo.

Jerarquización del dolor y la seguridad

El concepto de «espacio seguro» tiende también a generar una especie de jerarquía del dolor y de la seguridad. En estos espacios, se establecen qué experiencias de sufrimiento son más válidas que otras, qué tipos de dolor deben ser protegidos de forma prioritaria. Esto es inevitable, porque no se puede proteger a todes de todo al mismo tiempo. Pero este sistema de jerarquías, aunque a veces necesario, conlleva el riesgo de invisibilizar ciertos tipos de dolor y de minimizar experiencias que no encajan en la narrativa dominante.

En un «espacio seguro», por ejemplo, es común que se prioricen las vivencias de ciertos colectivos que históricamente han sido más marginados o agredidos, lo cual es perfectamente legítimo. Pero en este proceso, a veces, otras voces quedan relegadas al silencio. La idea de que hay sufrimientos más «legítimos» que otros crea una estructura rígida en la que el dolor se mide y se compara, y donde algunas experiencias quedan descartadas como irrelevantes. Esto no solo fragmenta a los colectivos, sino que también perpetúa dinámicas de poder dentro de los propios espacios que se suponían libres de ellas.

Seguridad versus diversidad de opiniones

Y llegamos a un punto clave: el equilibrio, o mejor dicho, la tensión entre seguridad y la diversidad de opiniones. En un «espacio seguro», se busca evitar cualquier situación que genere malestar o incomodidad. Pero la seguridad absoluta es incompatible con una diversidad real de ideas y pensamientos. Alguien va a sentirse incómodo en algún momento, eso es inevitable. Y si el objetivo es mantener un entorno completamente seguro, las opiniones más incómodas, las ideas que generan conflicto, tienden a ser expulsadas del espacio.

Esto crea un entorno en el que solo se permite una pluralidad controlada, una diversidad de opiniones dentro de unos márgenes aceptables y que no desafíen demasiado el status quo de ese espacio. Pero si el objetivo es generar cambio social y justicia, es imposible evitar el conflicto de ideas. De hecho, el conflicto es precisamente lo que puede abrir espacios para transformaciones profundas. Las sociedades no cambian cuando todo el mundo está de acuerdo; cambian cuando se enfrentan a ideas incómodas y las cuestionan. Pero el concepto de «espacio seguro», tal como se concibe muchas veces, tiende a sofocar esos enfrentamientos necesarios.

Responsabilidad compartida: ¿quién cuida a quién?

Finalmente, es fundamental hablar sobre la responsabilidad compartida que implica crear un espacio verdaderamente seguro. A menudo, la idea de “espacio seguro” genera la expectativa de que un grupo o comunidad asumirá el papel de protector emocional de todes sus integrantes, garantizando que nunca habrá conflictos ni situaciones de vulnerabilidad. Pero, ¿es esto realista? Y más aún, ¿es justo?

El cuidado y la seguridad no pueden recaer únicamente en unes poques; crear un entorno seguro implica un trabajo constante y una responsabilidad compartida por todes. Cada une de nosotres debe asumir la responsabilidad de aprender a gestionar el conflicto de forma constructiva, de aceptar que vamos a cometer errores y que, cuando lo hagamos, se nos ofrezca la oportunidad de reflexionar, corregir y crecer, en lugar de ser castigades o expulsades.

Un espacio seguro no puede funcionar si la expectativa es que siempre seremos cuidades sin asumir nuestra parte en el cuidado de les demás. En este sentido, la seguridad es una responsabilidad colectiva, no una garantía individual.

Hacia un concepto de seguridad más complejo y realista

Entonces, si el concepto actual de “espacio seguro” tiene tantas trampas y matices problemáticos, ¿cuál es la solución? La clave está en replantear lo que entendemos por seguridad. En lugar de intentar crear espacios donde nunca haya conflicto, debemos enfocarnos en crear espacios donde el conflicto sea manejado de manera respetuosa y constructiva. Espacios donde la diversidad de opiniones, por incómodas que sean, sea bienvenida, y donde los errores no sean motivo de exclusión, sino oportunidades para el crecimiento mutuo.

La seguridad no debe significar la ausencia de fricciones, sino la garantía de que, cuando estas fricciones ocurran, sabremos cómo gestionarlas sin recurrir al castigo ni a la expulsión. Un espacio verdaderamente seguro no es aquel donde todo el mundo está de acuerdo, sino aquel donde las diferencias son gestionadas con empatía y respeto, sin sacrificar la diversidad en nombre de una paz superficial.

Es hora de que el concepto de «espacio seguro» evolucione hacia algo más realista, inclusivo y capaz de sostener las tensiones necesarias para lograr una verdadera justicia social. Porque la seguridad, lejos de ser incompatible con el conflicto, puede ser la base sobre la que aprendamos a confrontar nuestras diferencias y crecer juntes.

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