ARTÍCULO: Amor y Balas: Infiltrados en la Resistencia

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La infiltración policial en los movimientos sociales no es un fenómeno aislado ni nuevo. Más bien, es una de las estrategias más eficaces que el sistema de poder ha utilizado históricamente para socavar y deslegitimar las luchas por la justicia social. Sin embargo, la infiltración no se limita a la recopilación de información; se adentra en territorios más oscuros y complejos. A menudo, se convierte en una herramienta de manipulación psicológica y de violencia directa, especialmente cuando involucra relaciones afectivas, ya sean sexoafectivas o de cualquier otro tipo. Esta táctica de infiltración no solo vulnera la confianza dentro de los movimientos, sino que perpetúa una forma de violencia estructural que tiene efectos devastadores, particularmente para las mujeres y personas con identidades de género diversas.

El Estado, a través de su maquinaria represiva, no solo busca mantener el control político, sino también proteger y reforzar una estructura de poder profundamente injusta. En este contexto, las infiltraciones se presentan como una forma de «garantizar el orden». Pero, ¿qué orden? ¿El orden que impide que las personas se organicen y luchen por la igualdad? ¿El orden que normaliza la explotación y la opresión? El orden que pretende silenciar las voces disidentes y desarticular las formas de resistencia que nacen de la autogestión colectiva, del empoderamiento de las comunidades, de la lucha por la justicia social.

El “Orden” del Control: Reprimiendo la Resistencia

El control es una necesidad primaria para el Estado. No se trata solo de controlar el espacio físico, sino también de controlar las mentes, los corazones y las relaciones. Cuando los movimientos sociales crecen en fuerza y alcance, el sistema se ve amenazado. Estos movimientos, nacidos de la necesidad de luchar contra la injusticia, contra la explotación laboral, contra la violencia institucional, contra la destrucción del medio ambiente, no solo desafían las estructuras de poder político y económico, sino también las formas de poder más sutiles, como las normas de género, las relaciones de poder entre los sexos y los sistemas de violencia machista que permean todas las esferas sociales.

En lugar de reconocer a los movimientos como actores legítimos en la construcción de un mundo más justo, el sistema los ve como amenazas. Las fuerzas represivas, bajo el manto del «orden», se encargan de estigmatizar y deslegitimar estas luchas, presentándolas como actividades «criminales» o «subversivas». Así, el simple hecho de organizarse por la justicia se convierte en un acto criminal. Los infiltrados, generalmente policías o agentes del Estado, se insertan en estos movimientos para observar, controlar y, en muchos casos, desestabilizar desde dentro. La infiltración no es solo un acto de espionaje; es una forma de intervención psicológica y emocional que crea desconcierto, miedo y desconfianza. Pero lo que pocos se cuestionan es hasta qué punto esta intervención se convierte en una violencia profundamente destructiva.

La Violencia Machista y el Impacto en las Mujeres

En el caso de las mujeres y personas con identidades diversas que participan activamente en los movimientos sociales, las consecuencias de las infiltraciones son particularmente graves. Muchos de estos infiltrados no se limitan a su tarea de vigilar o recopilar información: se infiltran en las relaciones afectivas, estableciendo vínculos emocionales y sexoafectivos con personas dentro de los movimientos. En muchas ocasiones, logran crear una fachada de compañerismo, empatía y apoyo, con la finalidad de ganar la confianza de aquellas personas con las que se relacionan. De esta manera, las mujeres y personas participantes en estos movimientos se ven atrapadas en relaciones que, a primera vista, parecen genuinas, pero que en realidad son construcciones manipuladoras y calculadas.

Estas personas, que creen estar en una relación de apoyo mutuo, de amor o de complicidad, se encuentran, en realidad, con una doble traición: por un lado, la violación de su espacio emocional, y por otro, la exposición a un abuso de poder que va mucho más allá de la simple manipulación. La violación aquí no solo es física, sino emocional y psicológica. Se produce una violación de la confianza, de la intimidad, de los afectos y, lo más importante, de la autonomía de la persona involucrada. En estos contextos, lo que se pierde no es solo la relación, sino la capacidad de confiar en los demás, en el movimiento, y en las posibilidades de construir nuevas formas de comunidad.

Es fundamental reconocer que, en estos casos, el abuso de poder tiene un carácter de violencia machista. El Estado, a través de estos infiltrados, se aprovecha de las vulnerabilidades emocionales de las mujeres y personas de género diverso para socavar su participación y sus luchas. Si bien el Estado siempre ha ejercido una violencia sistemática sobre las mujeres —desde la criminalización del aborto hasta la violencia física y psicológica de las fuerzas de seguridad— la infiltración representa una forma especialmente insidiosa y devastadora de control. Es la violencia machista llevada al extremo, donde el poder no solo se impone en el ámbito público, sino que también invade los espacios privados, íntimos y afectivos de las personas. La violencia de género, en estos casos, es transversal: se da tanto en la relación con el infiltrado como en la impunidad con la que el Estado permite que estas violaciones ocurran.

El Estado y la Deshumanización de la Lucha Social

Lo más perturbador de todo esto es la absoluta indiferencia del sistema ante el sufrimiento que provoca. El Estado no solo ignora el daño psicológico, emocional y físico causado por estas infiltraciones, sino que lo considera parte de la estrategia. Para las instituciones que perpetran estas tácticas, el sufrimiento individual y colectivo es una «necesidad estratégica», una forma de doblegar la resistencia. El control y la represión no son errores del sistema; son sus pilares fundamentales. La violencia es una herramienta más del poder. No se trata solo de proteger el orden establecido, sino de mantenerlo a toda costa, aunque para ello sea necesario destruir las relaciones más humanas y los lazos más fundamentales entre las personas.

El discurso oficial, que se disfraza de neutralidad, suele presentar a los infiltrados como «agentes de la paz», como si su labor estuviera al servicio del bien común. Sin embargo, es importante deconstruir este mito: lo que hacen es reforzar un sistema que oprime, que despoja, que mata. La paz que nos prometen es la paz de los poderosos, la paz del silencio, la paz de la sumisión, la paz de la desigualdad. Cada vez que un infiltrado engaña a una persona, cada vez que manipula una relación, lo que en realidad está haciendo es desmantelar las posibilidades de construcción de una sociedad alternativa, donde las relaciones afectivas, de compañerismo y de solidaridad sean reales, libres de la opresión estatal y patriarcal.

Reflexión Final: Hacia una Resistencia Colectiva, Feminista y Antirrepresiva

La infiltración policial no solo nos enfrenta a una violación de nuestras libertades individuales, sino también a una guerra psicológica contra la colectividad, contra el deseo de organizarse y luchar juntas por un mundo más justo. Las infiltraciones son una forma de debilitarnos desde dentro, de sembrar la desconfianza y el miedo, de desestructurar nuestras formas de resistencia.

Pero esta estrategia no tiene éxito cuando nos mantenemos firmes en nuestra lucha. Al final, lo que el Estado teme no es la información que obtiene, sino el poder que generamos como comunidad. La resistencia es colectiva, es feminista, es inclusiva. La solidaridad y la confianza que nos unen son más fuertes que cualquier intento de manipulación. La verdadera lucha no solo está en las calles o en los espacios de organización, sino también en nuestros cuerpos, en nuestra capacidad de resistir la violencia y reconstruir lo que se ha intentado destruir.

Por eso, si algo nos ha enseñado la historia de los movimientos sociales, es que la lucha por la justicia es también una lucha por nuestra autonomía, por nuestras relaciones, por nuestras vidas. Y aunque el Estado intente someternos, deshumanizarnos y reprimirnos, no olvidemos: la resistencia está en cada une de nosotres, en cada vínculo, en cada lucha. La represión puede debilitarnos momentáneamente, pero nunca logrará quebrar nuestra voluntad de cambio.

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